<< La ventana.
Manos en el marco, tijereta con las
piernas.
Pies en el suelo.
Libros, hojas y un
lugar dichoso.
Sacó un libro de las estanterías y se
sentó con él en el suelo.
Se preguntó si estaría en casa, aunque le
daba igual si Ilsa Hermann estaba pelando patatas en la cocina o haciendo cola
en correos. O de pie como un fantasma cerniéndose sobre ella, intentando
adivinar qué leía.
Sinceramente, ya no le importaba.
Durante un buen rato se limitó a quedarse
sentada y mirar.
Había visto morir a su hermano con un ojo
abierto y el otro todavía soñando. Se había despedido de su madre y había
imaginado la solitaria espera en un tren que la llevaría de vuelta al olvido.
Una mujer hecha un manojo de nervios se había tumbado en el suelo y su grito
había rodado por la calle hasta volcarse, como una moneda que ha perdido
empuje. Un joven colgaba de una cuerda hecha de nieve de Stalingrado. Había
visto desfilar hacia un campo de concentración a un judío que en dos ocasiones
le había entregado las páginas más hermosas de su vida. Y en medio de todo,
veía al Führer gritando sus palabras y repartiéndolas a su alrededor.
Esas imágenes eran el mundo, que se
removía en su interior mientras seguía allí sentada, con los hermosos libros de
cuidados títulos. Se removía en ella al tiempo que hojeaba las páginas
atestadas de párrafos y palabras.
Qué hijos de puta, pensó.
Qué adorables hijos de puta.
No me hagáis feliz. Por favor, no me
cameléis y me dejéis creer que algo bueno puede salir de todo esto. ¿No veis
los moretones? ¿No veis esta raspadura? ¿No veis la herida que tengo dentro?
¿No veis cómo se extiende y me corroe ante vuestros ojos? No quiero volver a
tener esperanzas. No quiero rezar para que Max esté vivo y a salvo. O Alex
Steiner.
Porque el mundo no se los merece.
Arrancó una página del libro y la partió
en dos.
Luego un capítulo.
Pronto no quedaron más que trocitos de
palabras esparcidos entre sus piernas a su alrededor. Las palabras. ¿Por qué
tenían que existir? Sin ellas nada hubiera pasado. Sin palabras, el Führer no
era nada. No habría prisioneros renqueantes, ni nadie necesitaría consuelo o
trucos palabreros para hacernos sentir mejor.
¿Qué tenían de bueno las palabras?
Esta vez lo dijo en alto a la luz anaranjada que inundaba la habitación.
-¿Qué tienen de
bueno las palabras? >>
La Ladrona de Libros, Markus Zusak
Os recomiendo el libro.
Que los lobos aúllen en vuestras noches.
K.H.R.L.
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